principios de 1917 nuestra escadrille fue asignada al aeródromo de Luxeuil les Bains, en el frente oriental.
Unas semanas después de nuestra llegada empezaron las muertes.
La mañana del 30 de Mayo el cabo Pierre LaMonde no se presentó para el cambio de guardia. Al ir a buscarlo a sus habitaciones no fue posible hallarlo. Su compañero de habitación informó que lo había visto por última vez en la madrugada de se día y que se dirigía a tomar su turno en la guardia. Nadie más lo vió desde entonces. Inmediatamente se organizó una búsqueda. A loa tres días encontraron su cuerpo semienterrado entre unos arbustos a unos metros de la pista de aterrizaje. Lo que contaron aquellos que lo encontraron nos dejó claro que su muerte no había sido accidental: el cuerpo de LaMonde estaba en un estado prácticamente irreconocible. Su cabeza apenas estaba unida al resto del cuerpo por algunos tendones, como si su garganta hubiera sido desgarrada a dentelladas. Sus brazos estaban completamente destrozados, lo que hacía pensar que el cabo trató de defenderse de lo que fuera que lo atacó. Además, le faltaban grandes trozos de su torso y una pierna, los que a primera vista habían sido arrancados y probablemente devorados, pues no se pudo hallar más que algunos pedazos esparcidos por el lugar.
La notocia corrió como un reguero de pólvora. El cabo LaMonde había sido atacado y devorado por algo. ¿Una manada perros salvajes?, ¿lobos?...las hipótesis iban desde lo más mundano hasta lo más descabellado.
Se organizaron partidas de caza para recorrer los alrededores del aeródromo, las barracas y los bosques cercanos, pero después de varias semanas sin resultados, los ánimos empezaron a aplacarse y se abandonó la búsqueda.
Poco a poco volvimos a nuestra rutina. La muerte del cabo LaMonde fue siendo lentamente olvidada, quedando relegada a alguna trasnochada conversación de bar, desplazada por los peligros y terrores más inmediatos que nos esperaban en los cielos cada vez que volábamos hacia alguna misión.
Pero el terror volvió a visitarnos un par de semanas después; cuando el cuerpo descuartizado y semidevorado del mecánico André Reinier fue encontrado detrás de uno de nuestros hangares.
Esa segunda muerte minó nuestro ánimo de manera despiadada. Algunos ya hablaban de que tal vez una maldición había caído sobre la escadrille. No sólo teníamos que enfrentarnos a la muerte en el aire, ahora había algo desconocido cazándonos por las noches en tierra.
Más partidas de caza se organizaron. Incluso hubo reclamos de algunos granjeros que habían encontrado varios de sus perros muertos a tiros. Nuestro alto mando tuvo que interceder para poner freno al pánico que se estaba apoderando de nuestras filas. La orden era nunca salir en grupos de menos de tres personas y estar siempre armados.
Nada de eso sirvió para detener las muertes. Todo me hacía pensar que los más pesimistas de nuestros compañeros tenían razón: la escadrille estaba maldita.
Todavía recuerdo la noche en que murió Erikson.
Habíamos estado bebiendo en nuestro bar. Éramos seis en total.
Rob Erikson era de los pilotos más veteranos de la escadrille, ya tenía varias misiones en el cuerpo cuando Charles y yo estabamos recién llegados y nos había adoptado como sus aprendices, según el mismo lo decía. Su apariencia era imponente, de ascendencia eslava, con su pelo rojizo y su inmensa talla, más parecía un héroe salido de alguna saga vikinga que un piloto.
“¿Tú que piensas Chuck?” la voz de Erikson era profunda y firme, a pesar de tener ya varias copas en el cuerpo. ”¿Se trata de una maldición o de un plan del enemigo para quebrantar la moral de nuestros pilotos?”
Charles había estado silencioso toda la velada, su mirada perdida en algún punto más allá de la noche que se asomaba a nuestra ventana, tal como era su costumbre.
“Hey Chuck...¿estás ahí?” insistió Erikson.
Charles volteó a mirarlo, su vista todavía algo perdida. Pareció pensar un momento y luego se volvió hacia mí.
“Yo...tengo algunas ideas al respecto” dijo mirándome fijamente. Algo en su expresión me incomodó, me miraba como si yo supiera de que estaba hablando. “Pero nada que realmente valga la pena mencionar...todavía”.
“¿Y qué diablos se supone que significa eso compañero?”. Intervino Robertson, un piloto americano que se había unido recientemente a la escadrille. “No me digas que has descubierto el secreto de la maldición...¡quizas hay que esperar a la próxima luna llena y entonces podremos realizar un ritual para romper el hechizo!” exclamó riendo, tratando de quitar seriedad a la conversación. Su risa me pareció demasiado forzada.
Charles lo miró sonriendo sin humor, me lanzó otra mirada de reojo y guardó silencio apurando un trago de su copa.
Había algo en esa mirada, ¿Quizás Charles realmente sabía?.
¿Por qué me había mirado de esa forma?, quizás él pensaba que yo también debería saber. No sé por qué recordé la conversación que tuvimos tiempo atrás aquella noche. Algo había cambiado desde entonces. ¿Algo que tenía que ver con lo que estaba ocurriendo?.
Mi cabeza comenzó a dar vueltas, una extraña sensación me oprimía, sentía que mis sienes latían, como si adentro, mi mente se revolcara tratando de descubrir algo oculto, algún recuerdo enterrado que no era capaz de alcanzar.
De pronto sentí la risa gutural de Erikson. Sentí cómo los sonidos y las conversaciones llegaban nuevamente a mis oídos, era como si hubiese estado sumergido en un trance del que había sido arrebatado bruscamente.
“¡Ja, Ja...tanta conversación sobrenatural me ha secado la garganta!, dejémos las conversaciones de viejas supersticiosas para otra ocasión y hablemos de cosas más mundanas...¡yo invito la otra ronda!”, exclamó golpeando la mesa. “¿Dónde se habrá metido esa mesera?, la de las caderas anchas...eso me recuerda, ¿Alguna vez les conté de cuando me derribaron y fuí rescatado por dos muy bondadosas y muy bien dotadas hermanas gemelas?”
Erikson siempre nos contaba esa historia después que se había puesto unas buenas copas de Whisky, algunas veces eran dos hermanas de pelo rubio como el sol del amanecer, otras veces dos primas una rubia y otra de pelo negro como una noche estrellada, y otras, dependiendo del estado de 'inspiración' de nuestro amigo, hasta podían ser tres una rubia, una morena y otra de pelo rojo como el fuego. La verdad no nos importaba. Todos reímos de buena gana agradecidos por la posibilidad de escapar por unos momentos de nuestros oscuros temores.
La historia de Erikson hizo que nuestros ánimos mejoraran y el resto de la velada transcurrió entre más anécdotas, risas y copas hasta que llegó la hora de regresar.